LA PANACEA DEL PLACER

Durante siglos, especialmente en medio del oscurantismo medieval, la humanidad se dedicó a tratar de encontrar un mítico elemento que tenía supuestamente el poder de curar todas las enfermedades, devolver la juventud y prolongar la vida. Recibía el nombre de panacea, que en griego quiere decir literalmente “que todo lo cura”. Con el mismo afán y quizá con la misma vehemencia, en la actualidad los investigadores vuelven a buscar ese remedio universal, ahora con la ayuda de la tecnología más sofisticada. Las primeras conclusiones, lejos de desanimarnos, son tan halagadoras como sorprendentes: la panacea, si se pudiera llamarla así, existe, o casi.
A diferencia de sus antecesores magos, hechiceros y paladines, los cientificos saben hoy que tamaña entidad no está relacionada con ningún misterioso elixir, ni con toque de piedra filisofal alguno; está vinculada directamente a la posibilidad y a la capacidad de cada uno de disfrutar su vida. No se trata solamente de acumular buenos y gozosos momentos, aunque eso no deja de ser parte del asunto, sino de sentir genuinamente el placer de vivir. Desde hace varios años, la ciencia médica más confiable y actualizada no duda ya de la existencia de una interacción constante entre el cuerpo y la mente. Esta apertura ha permitido comprender la génesis de algunas enfermedades, conocidas últimamente como psicosomáticas, y, por ende, pensar en tratamientos más eficaces. Sin embargo, a pesar de los alentadores resultados obtenidos, queda aún mucho camino por recorrer hasta que se produzca un conocimiento pleno del efecto que los estados emocionales –depresión, amor, cólera, odio, generosidad, alegría, optimismo- producen en el organismo. Una nueva medicina más integradora –la holística- pretende  agregar a lo mucho que aporta la medicina tradicional un elemento a tener en cuenta siempre que un cuerpo se enferma: la sobrecarga de tensiones emocionales o espirituales.
En la mayoría de los casos, se busca la razón de la enfermedad en el mundo físico. ¿Vida sedentaria? ¿Exceso de peso? ¿Niveles elevados de colesterol? ¿Excesivo consumo de grasas, de sal, de alcohol, de tabaco? ¿Una genética disposición hereditaria? No seré yo el que reniegue de la importancia de estos factores, pero tampoco puedo desconocer el hecho de que, invariablemente antes de la aparición de los primeros síntomas de una enfermedad, se puede hallar en la historia vital del paciente señales del conflicto entre él o ella y su realidad, externa o interna. Un fenómeno que podríamos llamar con su nombre técnico –egodistonía- o que podríamos comprender diciendo que es el displacer de lo cotidiano, la vivencia de pérdida del rumbo o del dominio y la sensación de que no se disfruta de la vida. Está claro que los virus y las bacterias son capaces de atacar nuestro cuerpo y alterar su normal funcionamiento, pero su existencia no explica por qué, en la misma situación, unos se enferman y otros no. Ningún médico pondría en duda que el estrés, la ansiedad, el odio o la depresión producen reacciones químicas en nuestro organismo que disminuyen la fuerza de nuestras barreras defensivas, “permitiéndonos” caer enfermos.
Cuando los especialistas dicen que el displacer y la insatisfacción crónicas tienen la capacidad de funcionar como un virus para el sistema inmunológico, se refieren al descenso de linfocitos T y B, implicados en la defensa contra las células tumorales y los agentes virales. [...] En medio de la investigación experimental de drogas que permitieran un mejor tratamiento del paro cardiaco, un grupo de científicos informó que, en el momento del paro, se libera una gran cantidad de sustancias –mediadores químicos y pseudohormonas- cuyo efecto fundamental es la sedación, la relajación, la analgesia y una cierta euforia.
Los científicos creyeron que estas sustancias podían ser también las responsables del efecto de bienestar descrito en las experiencias cercanas a la muerte. La mayoría de las personas que han pasado por la vivencia de estar clínicamente muertas por unos minutos y que luego han sido reanimadas por técnicas de resucitación comparten una experiencia absolutamente placentera, sin miedo ni tristeza, sin angustia ni dolor. Hace poco más de treinta años, estas sustancias pudieron ser aisladas y se las llamó “endorfinas”, porque, a pesar de ser fabricadas por el propio organismo en una región del sistema nervioso central llamada hipotálamo, producen un efecto muy similar al de la morfina: disminuyen el dolor físico, relajan cada músculo del cuerpo y provocan un estado de bienestar cercano a la euforia. Hoy sabemos que, afortunadamente, no hace falta acariciar la muerte para producir endorfinas. La mayoría de las actividades placenteras son capaces de aumentar los niveles de estas sustancias en sangre, y la serena satisfacción de estar contentos son lo que estamos haciendo puede mantenerlas en la circulación.
Dedicar un poco de tiempo al deporte que más nos gusta, tomar serenamente la comida que nos apetece sin prisas [...] o pintar el cuarto de los niños son actividades que difícilmente pueden ser consideradas trascendentes, pero definitivamente son la puerta para experimentar el tipo de bienestar del que hablamos aquí. La mencionada sensación de no estar en paz con la propia vida puede ser combatida si, por lo menos, prestamos atención a lo que nos pide nuestro cuerpo o nuestro espíritu y que nos negamos sistemáticamente a complacer. Miles de veces escuché en la consulta la queja de pacientes que declaraban que todo lo que necesitaban para ser felices esra un poco de tiempo libre. Mentían, aunque seguramente no lo supieran. [...]
Muchas cosas se podrían empezar a hacer de cara a mejorar nuestra calidad de vida y nuestro futuro próximo –ejercicio, dieta sana, respeto del ritmo de descanso en el trabajo…-, pero prefiero centrarme aquí en lo que sería fundamental dejar de hacer. Sería muy bueno entrenarnos en necesitar menos cosas, aunque solo sea para poder decidir hacer menos sin sentir culpa. Aprender a enfrentar las contingencias con menos severidad y sin enojos. Ver menos la televisión y leer menos libros y revistas que hablen exclusivamente de nuestro trabajo. Entrenarnos para no reprimir nuestras emociones y para no escapar del encuentro ocioso con los amigos. Abandonar el perfeccionismo, el mal humor y la prisa sin sentido. Y, sobre todo, alejarnos, por decisión y con tenacidad, de toda discusión inútil, de toda pelea innecesaria, de todo rasgo de actitud competitiva; incluso a la hora de querer demostrar en una conversación que somos los que llevamos la razón, puesto que, la mayor parte de las veces, si no es por vanidad, ¿para qué sirve?
Jorge Bucay
Editor de Mente Sana, médico y terapeuta gestáltico. Autor de obras de gran éxito como Déjame que te cuente, Cuentos para pensar, De la autoestima al egoísmo y 20 pasos hacia delante. Ha vendido casi dos millones de libros en España.
Editorial del número 39 de la revista Mente Sana

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